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Con Juan García Atienza, conocido escritor sobre los «pueblos malditos» y otros misterios y curiosas historias, aparte de un excelente documentalista, entablé amistad en mis tiempos de estudiante universitario. Me hice con su dirección, interesado por su obra, y empezamos a cruzarnos cartas. Acabé mis estudios y quiso el destino que fuera a ejercer mis pedagogías a un hogar-escolar enclavado en el corazón pétreo de la legendaria comarca de Las Hurdes. Siempre me fascinaron estas tierras. Las había visitado pro primera vez con 16 años. Mochila y tienda de campaña. Mi mente soñaba con poner un día los pies sobre ellas. Ser parte de la misma y uña y carne de sus moradores. Se cumplió mi deseo. Seguía en contacto con Juan, que hizo algunas escapadas por estas altas cordilleras de brezos y pizarras.
Juan era de los pocos que conocía mi obra poética. Sabía sobre mis galardones, no solo en poesía, sino también en justas literarias relacionadas con cuentos y relatos cortos. Lo que ocurre es que, si las musas me visitaron con gran fervor en mis años mozos, luego me tiraron más las piedras y me dediqué a recorrer los campos tras las huellas del pasado y a otras investigaciones de campo relacionadas con la Cultura Tradicional-Popular. No dejé de escribir algún poema que otro. Cierto día, visitando la arquería (aldea) de La Jorcajá (en castellano, La Horcajada), me instó a que le jurara que debería poner a escribir una trilogía epopéyica sobre la mencionada tierra. Le respondí que yo no juraba nada, pero me convenció para darle mi palabra. De no cumplirse, solo sería un pecado venial. En cambio, si se convierte uno en perjuro, va derecho a las calderas de Pedro Botero. Le dije a Juan que «cuando las musas se posasen en mi hipotálamo, me pondría a la tarea encomendada». El caso es que me vinieron a ver hará un año, más o menos. Me puse a elaborar la trilogía. Tenía que exhumar unas 300 cintas-casetes, donde aparecían las voces de muchos y valiosos informantes jurdanos, a los que les metí la grabadora hasta las amígdalas, descubriéndome un mundo insólito, riquísimo en mitologías, arcaicas leyendas y cuentos, cosmogonías, creencias populares, formas de vida basadas en la comunalidad, la solidaridad, el apoyo mutuo y otros rasgos de mayor complejidad. Me puse manos a la obra, emprendiendo una labor de chinos, ya que debía transformar aquellas voces en versos epopéyicos; no al estilo de aquellos versos hexámetros de las antiguas epopeyas grecolatinas; sino en otro tipo de versos que permeabilizaran los epitelios de la gente del siglo xxi. Las grabaciones fonográficas las llevé a cabo en muchas noches de «seranu» (tertulias nocturnas junto al fuego, durante los tiempos fríos, en las que se reciclan las tradiciones, leyendas, romances y todo un mundo nebuloso que se pierde en la noche de los tiempos). También, al ser coordinador de la «Corrobra Estampas Jurdanas», en la que se integran tamborileros (auténticos depositarios del saber popular), danzarines, cantaores de romances…, aproveché nuestras salidas por pueblos de España y Portugal, y sigo aprovechando, aunque ya la mayoría de los informantes se fueron al Castillo de Irás y no Volverás, para seguir atando flecos. Creé Estampas Jurdanas hace ya una buena gavilla de lunas, siendo un grupo de alumnos del citado Hogar-Escolar, aleccionados por los tamborileros Domingo Rubio Crespo, Tíu Mingu, del pueblo jurdanu de El Cerezal, y Gregorio Martín Domínguez, Tíu Goyu el Farra, de Nuñomoral, el embrión de dicho grupo.
Los versos que componen la trilogía son, en ocasiones, asaltados o interrumpidos por otros personajes de pelaje variopinto; incluso por un par de mujeres que da la impresión de ser las autoras de algunos poemas. Ambas fueron parte de mis mundos y una de ellas azulea las estrofas y me arranca la lengua y se la autotrasplanta. Pero siempre se mantiene, contra viento y marea, su hilo argumental y el papel relevante de los protagonistas: los informantes jurdanos. Como es de suponer, la composición de tales poemas me ha supuesto, y me sigue suponiendo (aún estoy liado con el tercer libro de la trilogía) toda una tensión emocional, psicológica, al centrarme obsesivamente en ellos y sacar de sus tumbas a muchos de sus protagonistas, de los que aprendí preciados saberes (la mayoría eran labriegos y pastores carentes de una adecuada instrucción académica, pero atesoraban inteligencias innatas y valores que hoy se han perdido totalmente). Sinceramente, tengo ganas ya de finalizar el último tomo, para respirar hondo y decir: «¡Ahí queda eso! Lágrimas y sudores me costó, aunque las musas vienen cumpliendo su papel debidamente».
Leer «La virgen negra» en el de la Revista 518.