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Desde muy joven (casi a mediados del siglo pasado) empecé a ver el peligro de las estadísticas –tan inmediatas, tan parciales, tan llenas de mentiras y tan inútiles– cuando veía a algún periodista en la televisión de los años 60 preguntando a un labrador a las 3 de la tarde, en mitad de su tarea de cosechar bajo un sol de justicia, si se iría a la ciudad en caso de poder hacerlo. Todos decían que se irían, claro. Pero imaginaba a ese mismo periodista en el metro de Madrid a las 3 de la tarde, preguntando a la gente si se iría al campo, y estaba seguro de cuál podría ser la respuesta. Todas las encuestas pecan de subjetividad y son arbitrarias. Yo siempre he temido (y sobre todo en las últimas décadas con los nuevos y flamantes doctorados en ignorancia) a la España llena, en la que no hay interés por la raíz, y cree vivir en un mundo superior sin importarle que sea peligrosamente superficial. Siempre he defendido precisamente lo contrario. Creo en el mundo que está apegado a su tierra y riega sus raíces todos los días aunque no viva en el campo. La sociedad española se ha hecho más pasiva («yamiqueísta») y menos participativa –«ese tema no me atañe»–. Es posible incluso que tenga razón Stanley Payne cuando habla de que el «buenismo» se ha apoderado de algunos comportamientos forjando un tipo de individuo que se encoleriza por las pequeñas cosas pero deja las importantes sin resolver por desinterés o pasotismo. La tradición podría darnos lecciones en muchos de esos aspectos ya que suele ser un catálogo equilibrado de respuestas a los problemas del individuo. Los relatos tradicionales, muchos de ellos legendarios, son fragmentos del gran libro de la vida, llámese este Biblia, Veda, Saga o Mito. En las reflexiones que Lorenzo Martínez Ángel nos ofrece sobre mentalidad y cultura, hace hablar a Carlos García Gual para que el sabio intelectual se pronuncie con autoridad sobre la transmisión de conocimientos –el interminable eje de la sabiduría– y la ignorancia de lo fácil e inmediato.